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Jueves 2 Feb 2015

 

La sangrienta masacre del 7 de setiembre de 1930

Por César Pérez Arauco

 

El 24 de octubre de 1929, “El Jueves Negro de Wall Street”,  16 millones de títulos lanzados a la venta en la Bolsa neoyorquina a precios irrisorios, no encontraron compradores. Ese momento comenzó todo. La quiebra de la Bolsa de Valores de Nueva York  preludiaba años de hambre y desocupación en el mundo capitalista. El pánico cundió rápidamente. El Cerro de Pasco, pujante centro minero y enclave  capitalista yanqui, sentía estremecer sus cimientos. El terror se apoderó de todos. La situación mundial era insostenible. La cotización del cobre –nuestro principal producto- había bajado a niveles dramáticamente miserables. El ferrocarril cerreño arrojaba, diariamente, a decenas de desempleados que llegaban de la capital en busca de trabajo a la zona minera. El  “mocho” Sánchez Cerro mediante cuartelazo de 22 de agosto de 1930 había asumido el mando absoluto de la nación arrojando del gobierno a Augusto B. Leguía tras once años de ininterrumpido mandato. En el Cerro de Pasco se desempeñaba como Jefe Político Militar, el coronel huancaíno Jerónimo Santiváñez.

La compañía cierra algunas minas y despide a su gente. Los trabajadores presentan un Pliego de Reclamos a la Superintendencia, y el 7 de setiembre de 1930, se sientan a la mesa para discutirlo. Actúa de mediador el Jefe Político Militar. A fuera, ocupando toda la extensión de la calle Parra, más de cinco mil obreros aguardan los resultados.

Los obreros consiguen la aprobación del salario mínimo de cuatro soles, el doble salario para los que trabajan de noche, el cumplimiento de la ley de trabajo, la abolición de descuentos por hospital y escuela, la dotación de estufas o cañerías eléctricas para las dependencias nocturnas y la entrega de herramientas en buen estado. Se asegura que estos puntos serán aprobados al día siguiente, sin restricciones, por el Gerente General Harry Kingsmill, a fin de que tenga alcance en todos los campamentos de la compañía. Levantada la sesión los trabajadores invitaron al Prefecto y Superintendente una copa de champaña en los salones del “Club Copper”. A las nueve se despidieron para dar cuenta de sus gestiones a la masa expectante.

La bullente multitud que ha esperado durante cuatro horas el resultado de la discusión, ha tejido mil conjeturas ilusorias y absurdas alimentadas por los Ravínez, Pavletich, del Prado, de la Torre, comunistas que han repartido volantes cargados de odio y encono con terminantes disposiciones de lucha. El Prefecto Santiváñez informaría después que, gracias a los soplones, se sabía que los líderes habían destacado agentes comunistas a los diversos campamentos mineros, dándole preeminencia al Cerro de Pasco.

Al salir la comisión, entre vivas, gritos y maquinitas obreras, la masa conduce en triunfo a sus delegados hasta la Plaza Chaupimarca. En el Kiosco Escardó, Juan Navarro Arroyo informa los acuerdos a los que han llegado. Al señalar que quedan tres puntos pendientes de aprobación superior, las voces de protesta arrecian e impiden que siga hablando. La noche se embota de gritería. Latiguean los insultos y las imprecaciones. Puños amenazadoramente en alto han callado las palabras de Navarro. A partir de entonces, uno tras otro, los comunistas ocupan la tribuna afirmando que la reunión ha sido un engaño y que los delegados –“sirvientes de los explotadores yanquis”- han traicionado a los obreros. De nada le ha servido al delegado Navarro pedir calma y paciencia; allí mismo es salvajemente agredido a puñadas y puntapiés por la masa iracunda.

El gentío ha enloquecido y los gritos son ahora más broncos, la actitud más agresiva. Los hombres han conseguido largos palos a cuyos extremos encienden engrasadas porciones de “waipe”. Son las antorchas que iluminan la noche espectral y amenazante.

Los cabecillas que han asumido el liderazgo instigan abiertamente a invadir Bellavista, residencia de los gringos, en marcha de protesta. Las teas han crecido en número y la noche minera arde con llamaradas de odio incontenible. Los gritos de las cinco mil bocas conminatorias emiten maldiciones, los rugidos se hacen uno solo y se funden en un clamor horrísono y único. !!A Bellavista!!… !!A Bellavista!!… !!A Bellavista!!… La demencial orden es escuchada. Los hombres bajan por la Calle del Marqués y Cajamarca con rumbo a la Bellavista. Presintiendo lo peor, el delegado Juan Navarro Arroyo, superando el dolor de sus heridas y casi sin poder mantenerse en pie, se adelanta a la turba y la espera en el Way. Los cinco mil hombres rugientes llegan a este cruce de caminos. Con todas las  fuerzas que le dan sus pulmones grita para que el gentío se contenga y trata de explicarles que es cuestión de esperar un sólo día más. Sólo un día. Entonces suena un disparo y Navarro salta grotescamente como un muñeco de resortes y cae pesadamente cogiéndose la cara. Un balazo de revólver le ha destrozado la mandíbula.

!Ya no hay nada que hacer!.

Es medianoche y roto el dique de la serenidad, la turba avanza amenazante. Los gritos arrecian como un rugido monstruoso estremeciendo el viejo barrio de La Esperanza. La multitud ha llegado a la Casa de Piedra y la rodea. Este pétreo edificio, como viejo castillo feudal, alberga las diversas oficinas administrativas de la Compañía norteamericana y el despacho del Superintendente Philpott. La masa enardecida grita su protesta cuando la luz eléctrica se corta en la ciudad. Esto no los desanima. Alumbrados por sus antorchas, siguen gritando sus consignas. Saben que allí están los gringos y tienen que escucharlos. Los más exaltados arrojan piedras y quiebran los vidrios de las ventanas. Las enormes puertas de fierro se han cerrado y la enloquecida multitud no puede entrar. Dentro, envalentonado y prepotente, lejos de mantenerse en calma, el gringo George Mac Queen, rojo de ira, ordena que le abran la puerta y, revólver en mano, sale a enfrentarse a la enloquecida multitud obrera. Fatal decisión que va a originar una masacre. Comienza a disparar como loco. El primero en caer impactado por una bala a boca de jarro es Alejandro Gómez que, desde el peldaño más alto, como empujado por una fuerza atroz ha volado sobre el gentío cubriéndolo de sangre y arrojando su humeante antorcha. Las otras balas hieren gravemente a cinco hombres más. El gringo asesino, ciego de ira quiere seguir disparando, pero ya no tiene balas. La turba lo atrapa y lo embiste a  palazos y puñetes. Su rubia cabellera se cubre de sangre y su cuerpo tundido cae exangüe. Creyéndolo muerto lo abandonan en las gradas de la Casa de Piedra para auxiliar a cinco hombres que se desangran de muerte y otro, frío y vencido, tiene los ojos abiertos, sin vida: espejo de una muerte inexplicable y prematura.

El impacto ha conmovido a toda la multitud acrecentando su furia. !Los gringos han matado a uno!… !No, a seis!… !Gringos asesinos!. Los gritos de la gente trastornada de odio agitan la noche cerreña. Han ido a protestar y han sido baleados. !No! No es posible. La furia de apodera de  mentes y voluntades y un solo grito hace estremecer a la historia… !Venganza!… !Venganza!. Las familias de los jefes norteamericanos que residen en el Barrio de Bellavista, huyen despavoridas a campo traviesa, guiados por los hermanos Agostini. Hombres, mujeres y niños, desesperados, cruzan raudos el páramo helado por las rutas de Colquijirca y Ricrán a donde llegan exhaustos. Las caritativas gentes de estos lugares, ajenas a los hechos, les brindan asilo y calor. ! !¿Qué hubiera ocurrido si no huyen?!

Son las dos de la mañana. La turbamulta ha llegado al Hotel Esperanza apoderándose de todo lo que encuentra, vajilla, manteles, cubiertos, locería. De los dormitorios se llevan frazadas, sábanas, colchas, cubrecamas, toallas, alhajas, maletas… todo. En el exclusivo Club Esperanza, continúa con la depredación loca y atropellada. La valiosa biblioteca con centenares de volúmenes, es saqueada totalmente. De sus salones se llevan relojes, cuadros, adornos, trofeos; todo aquello que puedan transportar.

De aquí, la turba pasa a asaltar las viviendas. Al encontrar el automóvil de Philpott, lo vuelcan e incendian. Las lenguas de fuego, cada vez más voraces, iluminan el escenario de la asonada.

En el tiempo transcurrido, los comerciantes extranjeros de la ciudad, en la seguridad que concluida  la depredación de Bellavista la turba invadirá el centro, de preparan adecuadamente. Miembros de la Guardia Urbana y de la Guardia Civil, se pertrechan y conforman piquetes de contención en las bocacalles de acceso. Los austriacos Nicolás Lale, Ciurlizza, Vlásica y Klococh, conjuntamente con los japoneses Takishan, Morita y Maquino; los chinos Hop-Hen y Cam-pong, con el contingente de sus empleados, cierran la calle del marqués, armados hasta los dientes. Kukurelo, Pehovaz, Moretti, Pisculich, Ivancovich y Plejo, conjuntamente con sus empleados, cierran la entrada a la calle Lima. Los ingleses Taylor, Slee, Steel; los italianos, Anselmi, Birimisa y Litorno; los franceses Boudrí, Chavaneix y Lafossé, conjuntamente con los voluntarios, cubren Cajamarca. El grueso de la Guardia Civil, armada con escopetas de caza, fusiles, mosquetones, reatas, picas y garrotes se aglutinan en la subida de Santa Rosa aguardando el ingreso de los alzados. La espera no es prolongada. A las tres de la mañana, la gente que retorna con su botín, comienza a subir Santa Rosa ignorante de lo que le espera. De pronto, en medio de la oscuridad y sin siquiera una voz de aviso, se escucha una orden aterradora. !Fuego! Los fusiles iluminan la madrugada con trágicas luciérnagas de muerte. Hay estremecedores gritos de terror. Nazario Baldeón, 16 años, natural del Cerro de Pasco, cae cribado por balas que le horadan el vientre; quiere gritar, pero la sangre que inunda su garganta se lo impide; con las manos crispadas reclama aire para sus pulmones  y no lo encuentra; sus ojos vidriados cede al acuciante sueño de la muerte. El enmaderador Alejandro Gómez, natural del Cerro de Pasco, 21 años, cae abatido por dos balas que le perforan el pecho y un surtidor inagotable de sangre se forma en el lugar donde ha caído; un momento más tarde, entre estertores de agonía, queda inmóvil, exangüe como un papel, desangrado hasta un límite inexplicable. El smeltino Bernardo Ramos de 22 años, carpintero en la Lumbrera Central, con el cráneo abierto y la masa encefálica regada, yace en una posición grotesca. El perforista Laveriano Torres, de 32 años, conocido en la Lumbrera Central ha caído con el corazón perforado por una bala. El portero de la Oficina Legal, Higinio Quinto, de 48 años, ya no volverá a su Huachón querido; una bala le ha perforado los pulmones. Marcelino Villanueva, de 20 años, natural del Cerro de Pasco, enmaderador del Diamante, con un enorme reloj entre sus manos, yace con el cráneo destrozado. Decenas de heridos gimen presas de dolor. El desconcierto es general por un momento. Sin embargo, luego de un rato se vuelven a reunir a extramuros de la Esperanza. Aquí, obnubilados, deciden asaltar la mina para apoderarse de la dinamita que les permitirá enfrentarse a la policía. Cambian  ideas rápidamente y forman tres grupos. Uno va a la mina “El Diamante” y el otro se dirige a la mina “Excelsior”. Un tercer grupo a la cárcel para liberar a los presos. Los dos primeros grupos después de dramáticos instantes de refriega logran su cometido; se han apropiado de dinamita, mechas y fulminantes. El tercer grupo, infructuosamente se enfrenta a la guardia que custodia la cárcel; no puede cumplir su misión. Entretanto, las horas han pasado.

Aquella fría madrugada, el Cerro de Pasco estaba horrorizado. Toda la subida de la Esperanza y Santa Rosa está regada de heridos. En algunos lugares, la sangre estancada ha formado charcos. En la parte alta, con los cuerpos en posiciones grotescas y trágicas yacen  los cadáveres de seis obreros.

Cuando los heridos eran transportados al Hospital Carrión y los cadáveres remitidos a la morgue, llega la fuerza policial de refuerzo de la Oroya. Al levantar el cuerpo de Mac Queen comprueban que todavía respira.  De inmediato es enviado a Chulec en un tren expreso. Luego de numerosas operaciones, el asesino quedó definitivamente baldado y loco. El resto de sus días fue víctima constante de terribles pesadillas y repentinos ataques de ira que sus carceleros tenían que atenuar mediante camisas de fuerza e inyecciones adormecedoras.

Al día siguiente, martes, temerosos de que la compañía norteamericana cerrara sus puertas cancelando las operaciones mineras, se reúnen los trabajadores para sopesar la situación y comprueban que han sido manipulados por un grupo de organizados instigadores que han desaparecido misteriosamente. Ya no están los Ravínez, los Pavletich, los Del Prado, los De la Torre; se han hecho humo. Por su parte, el periodista Andrés Urbina Acevedo, decía en la primera página del LOS ANDES, vocero de los trabajadores: “Indigna sepultura es la que se ha dado a los despojos de las seis víctimas de la horripilante tragedia obrera. Se los ha llevado a la fosa común, desnudos y envueltos en mugrientas sábanas, como si se tratara de peligrosos epidemiados; sin una merecida reverencia de homenaje de sus compañeros”(…) “Señalando al asesino Mac Queen como promotor y único culpable de los sucesos, el índice del pueblo señala también a los MERCACHIFLES extranjeros que conformaron la malhadada Guardia Urbana que disparó contra nuestros hombres. Todos estos extranjeros deben  saber que, los que tienen la felicidad de ser cobijados en este rico suelo y los que vengan en pos de fortuna, el Cerro de Pasco amamanta hijos muy nobles que sufren con resignación vejámenes como los mencionados, pero ¡mucho cuidado!, no tolerará la impiedad infame”.

Una vez más, el pueblo ha sido masacrado. El gobierno del “Mocho” se hizo de la vista gorda y todo el Perú miró con indiferencia –como siempre lo ha hecho — la cruel masacre obrera.

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